Salía del trabajo cuando escuché el aullido patético de un perro. Era una hembra. Intentaba desesparadamente arrastrarse con sus patas delanteras para salir del cauce de metal y caucho; inútil ya para el mínimo centímetro. Adopté el rostro perplejo y divertido de la gente a mi alrededor, los gestos de indignación relucientes de tan poco uso. Quise continuar mi camino pero algo en la perra me atrajo (tal vez fuera el instinto irreprimible de devorar una presa ya herida). Me acerqué. Estaba cubierta de mierda y coágulos, y parecía disponerse a aceptar la comodidad del asfalto. Le acaricié la cabeza. Sus ojos tenían el color de una llanta. Dije: Ya, chiquita. Sssh, sssh, la tomé entre mis brazos y la llevé cuadra y media hasta la veterinaria. El médico la revisó, le dio un baño (quizá el único en su vida) y volvió a revisarla. Tiene la cavidad abdominal anegada en sangre, juzgó. No había queja. Su silencio me era familiar: un eco aprendido eones atrás en las cavernas. Ya, chiquita. Sssh, sssh, inútil, yo repetía.
Cuando recobré la conciencia por un momento, yacía sobre una plancha de metal, una garrapata caminaba sobre el pelaje de mi hocico y dos hombres discutían si ponerme a dormir definitivamente.
2 comentarios:
me encanto el final y el dibujo
p.d. vera
Me gusta! Al estilo Stephen King.
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