miércoles, 31 de marzo de 2010

El dibujo suicida

(Da click en la imagen)

viernes, 19 de marzo de 2010

El dolor que no lo es

“En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez, ¿cuál es la única palabra prohibida?” Con esta pregunta, de un modo indirectamente socrático, Borges (en su célebre relato “El jardín de senderos que se bifurcan”) define el valor supremo del arte, su elemento esencial. La respuesta: “La palabra ajedrez”; lo contrario a lo obvio: la ambigüedad. En el arte, todo movimiento directo está prohibido. La ambigüedad es ese periplo que realizamos una o cien veces antes de llegar al punto de partida, momento en que apreciamos el objeto estético por vez primera.

En la exposición fotográfica montada en estos días en la galería “Ramón Alva de la Canal”, en Xalapa, el autor, José Antonio Martínez, hace precisamente lo opuesto. Nombrar Elegía a una colección de fotografías de cadáveres apilados, difícilmente puede ser un gesto artístico. ¿Y es que acaso es indiscutiblemente obvio que un cadáver es muerte, y que ésta deviene en dolor?

Pocas cosas son tan nocivas a cualquier forma de arte como es el intento de imponer una moral sobre las emociones. La obsesiva acumulación de cuerpos en incipiente descomposición, antes que representar el miedo a la pérdida o la angustia ante la muerte, y mucho antes de aspirar a ser símbolo del dolor, subraya un placer no confesado inherente al ser humano: la fascinación ante lo grotesco y mórbido, el espectáculo que representa la muerte de aquello que no somos nosotros mismos. Necrofilia en su nivel más inocente (como la completa obra poética de José Emilio Pacheco) esta de exponer muertos esperando a que el espectador tenga una reacción patética. Nada menos ajeno a la muerte que el dolor. El verdadero horror a ésta es aquél a la pérdida individual; la muerte de los otros (in strictu sensu, ¿cuál otra podemos experimentar?) sólo puede afectarnos cuando es próxima a nuestra subjetividad. Un cadáver irreconocible en una foto, anónimo ya, tiene en la mente (al menos en la mía) más proximidad con las piedras y los troncos caídos, que con el concepto de muerte; máxime cuando los cuerpos se presentan con iluminación cuidada, tan cómoda y rígidamente dispuestos sobre la plancha, limpios, suturados, amontonados sobre sí como si de una callada reunión social se tratase.

Un teléfono que no suena, un perro esperando a alguien que no llega, ciertos objetos que ya jamás vuelven a usarse, una fotografía colorida en que dos sonríen pero ya sólo uno puede contemplar… Todo eso me huele más a muerte que la putrefacción en una morgue.

martes, 9 de marzo de 2010

Heavenly tasty!

En toda Manhattan, y poco después en el mundo entero, nunca hubo una empresa de fast food tan exitosa como Heaven Wings. La gente sencillamente amaba el sabor de sus alitas, inusuales en proporción, y dotadas de un sabor que nadie alcanzaba a precisar –acaso salado, amargo para algunos, picante a los más, agridulce para tantos–, pero que todos calificaban, sin dejo de duda, como delicioso. “… ¡el éxtasis!; parangoneable sólo a lo que debe sentir la Santa Teresa de Bernini”, incluso se atrevió a publicar un famoso crítico de cocina –no sin cierta burla por parte del gremio, que consideró el comentario hiperbólico y hasta gay.

Con la avasalladora expansión de su empresa, era evidente que el ahora magnate P. R. Ophett apareciera en tantísimas revistas del giro. Precisamente para una de ellas, tuve la oportunidad de entrevistar al hombre del momento –casi literalmente, al que estaba en boca de todos–.

Después de tocar pormenores sobre su dura infancia, sus inicios como empresario, sus innovadoras estrategias de mercadotecnia, su visión, su célebre altruismo, casi al final de la entrevista me atreví –luego de insinuarla tantas veces sólo a manera de broma y entre risas falsas– a hacerle la pregunta directamente:

–Pero dígame, ¿qué hace tan sabrosas sus alitas? ¿Cuál es su receta secreta? –reí otra vez ante esta última ocurrencia.

–De acuerdo, se lo diré –respondió luego de soltar un largo suspiro de caballerosa resignación. Después de todo, nada cambiará porque le revele el secreto: Es que he encontrado a Dios y el camino al cielo –dijo con tranquilidad, casi serena sabiduría.

Confundido, guardé unos segundos de silencio tratando de comprender qué importancia podría tener aquella revelación o si acaso estaba jugando conmigo. No supe si reír otra vez. Luego busqué aclaración:

–Vamos, muchos hombres de negocios son más o menos creyentes, van a misa, comulgan o dan limosnas millonarias, y los hay hasta seriamente devotos; ¿por qué usted…

– No, no me ha entendido –interrumpió–; quiero decir literalmente. Él es nuestro proveedor.

viernes, 5 de marzo de 2010

Incipit

Comenzar una empresa literaria no es tarea poco difícil para mí. En orden de dar el primer paso, debo romper con algunos viejos vicios: cierto romanticismo remanente en torno a la literatura –que me hace equiparar el oficio del escritor con el Demiurgo o titubear al iniciar la lectura de un libro por no sentirme competente para aprehenderlo en vastedad–; una actitud seudotodopoderosa, ingenua y viscosa –propia quizá de mi generación– para concebir innumerables proyectos y realizar sólo una nanométrica cantidad de ellos; y mi necio desdén hacia la blogósfera, y en sí hacia todo aquello que me suene a banalidad, exposición, pretexto para socializar y hasta a democracia de la fácil.

Primer axioma: para escribir hay que escribir. Tal enunciado es en apariencia innecesario por evidente; un escritor no lo es por el número de proyectos literarios que imagina sin llevar a la concreción, lo es –en el sentido más vulgarmente operativo que pueda darle– porque escribe y ordena palabras en ideas menos comunes y más complejas que las concebidas por el grueso de la gente, con una frecuencia también mayor. Pero la acción de escribir no acaba allí –de hacerlo sería equiparable al onanismo–. Escribir es también leer lo escrito, leerse y ser leído.

Influenciado por las transcripciones que durante doce meses ofreció la revista Letras Libres de los cuadernos de Salvador Elizondo, desde hace un par de años escribo un diario. En él registro los hechos de mi vida, mis pensamientos banales y geniales –que en una segunda lectura devuelvo a la primera categoría–, libros y películas que consumo, ideas para proyectos, planes, ocurrencias, dibujos, opiniones y otras tantas minucias que –salvo por una o dos personas que por allegadas devienen chismosas– sólo pueden importarme a mí. Mi diario es así un estudio egológico longitudinal: trata del yo y acaba cuando yo acabo. A nadie más puede interesarle, y ese deseo no confesado de ser leído post mortem como si de un tesoro por descubrir me tratase– ya no se me antoja deseable, ni mucho menos un motivo para sostener la disciplina de diarista.

Segundo axioma: Escribir es decir algo a alguien, es comunicar. No hay nada de banal en eso. La evitación desmedida a la exposición es la otra cara del exhibicionismo: un narcisismo que de tan fuerte se horroriza de sí mismo para contemplarse retraído. Hay que saber moverse siempre alrededor de un punto medio (“Ni tan tan, ni tin tin” diría una prima en su fácil y espontanea sabiduría).

Gesto El Electrógrafo a partir de ese equilibrio. Un tanto por darme otra excusa –otro pre-texto– para escribir, para disciplinarme en la “práctica del oficio”, y otro tanto para ser leído. (Qué ojos se pasearán por este texto es conocimiento exclusivo de ti, que lees.) Si me afilio tarde a la blogocracia, o si llego en pleno apogeo o absurdamente emocionado a su ocaso, es cosa que no importa. ¿Es relevante también que tenga algo que decir? Imagino que sí.

Tercer axioma: Escribir es decir algo que pueda importarle a alguien. El que escribe ha de ser, a su vez, su propio prototipo de lector. Pero dejemos (primer uso del plural: primer signo de convalecencia del hermetismo) que sea el tiempo y la ocurrencia quienes vayan sugiriendo de qué va este blog. Pues todo proyecto parece realizarse, y mejor, sólo bajo la dirección de la espontaneidad, cuando de hecho se ha anulado el proyecto y sólo quedan la acción y su hecho consecuente: escritura.

Axioma final (un bosquejo): Escribir es decir algo, de modo que la frontera que divide al que escribe del que lee, sea casi inexistente.

Bien nos vaya.