lunes, 26 de abril de 2010

El cuasigrafógrafo


Escribiré...

La pureza indeseable

Son escasísimos los textos que alcanzan el grado de la perfección, la redondez de la esfera, el hermetismo estilístico en total apertura a la contemplación del lector, que superan el estancamiento de las clasificaciones, que no admiten una sola corrección, ni el roce de una palabra intrusa, ni una coma más, ni un punto menos; textos que son en sí mismos una página necesaria en la copiosa enciclopedia de la literatura, y que se estructuran sin necesidad a otra referencia que no sea la de su propia imagen en un espejo. El grafógrafo es uno de ellos.

Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo.

Imagino asaz ociosamente– a Salvador Elizondo, ensimismado en su escritura a altas horas de la noche, ceder a la epifanía de las primeras cuatro palabras, hacer a un lado la página que hasta ese momento escribía y, de un solo movimiento prolongado de su pluma, gestar este texto acabado –siempre en comienzo –, que es, quizá sin quererlo, un manifiesto del autor, su definición en el diccionario, su autobiografía más completa y su epitafio imposible.

Aunque hace unos días que lo releía, advertí que, en estricto sentido –verdaderamente compulsivo y obsesivo–, El grafógrafo es imperfecto, si tomamos como premisa básica que el cuerpo de un texto debiera ser absolutamente fiel al sentido del título que le da cabeza –y por tanto sistema nervioso y rostro–. Para que el texto describiera –o, mejor, escribiera– al grafógrafo, debiera anular todo verbo, todo adverbio y adjetivo y conjunción que no presentara exclusivamente el acto de la escritura: “Escribo. Escribo que escribo. Escribo que escribo que escribo. Escribo que escribo que escribo que escribo…” y así al infinito.

Extrapolo de esto un aprendizaje literario, una “moraleja” para los minuciosos, si se quiere: la pureza genera bostezo y, aunque no imposible, es indeseable.

domingo, 25 de abril de 2010

mi psicóloga personal [C. Bukowski]

eres un jodido romántico, dijo ella,

has leído a todos los filósofos clásicos y

escuchas a Wagner y Mahler y crees

que los poetas chinos de la antigüedad son la gran mierda, y aun así

eres un depravado, vas a las carreras

todos los días sabiendo que es enfermizo, y

todo el vino que bebes está consumiéndote

el cerebro, y cuando estás borracho

hablas de cuán buen peleador

solías ser, aun cuando admites que

recibiste más madrizas de las que diste.

no te gusta la gente y amas a los animales.

realmente no sé qué carajos

pretendes –sólo te agarras de las cosas, confías

únicamente en tus instintos y prejuicios

y a veces creo que eres retrasado.

fue tu infancia, no te dieron

amor y por eso te es difícil darlo,

no haces otra cosa que emborracharte y llamar a todas las mujeres

putas.

escucha, dije, ¿qué ya no hay

cerveza?

¿y dónde madres están los cigarros?

habían tres sobre la mesa hace un momento y

ahora

¡ya no están!

martes, 20 de abril de 2010

lunes, 19 de abril de 2010

Wakefield




En Wakefield todo es perfecto y todos son felices. Los campos son verdes durante la primavera y blancos en el invierno. Hay una cascada y un bosque alrededor de un lago donde la gente puede caminar durante horas. La gente es educada y satisfactoriamente culta; no se molestan unos a otros y sienten un gran respeto hacia el medio ambiente. Trabajan sólo lo necesario y viven cómodamente en sus casas de madera. La gente es hermosa como el río y la cascada y el bosque son igualmente hermosos. Sus hijos también son hermosos y los hijos de éstos es de esperar que nacerán hermosos. Los osos también son felices, y las ardillas y los demás animales, todos son hermosos y felices. Y en las escuelas los niños escriben cuentos similares a éste.

lunes, 12 de abril de 2010

El asesinato de John Cage


Una serie de pistas me han llevado a considerar la hipótesis de que el crimen fue premeditado, y lo fue por la víctima misma –dijo con total seguridad el detective, ante la perplejidad, casi desconfianza del comisionado.


Sí, usted debe pensar que mi suposición cae fuera del sentido común, el cual dicta (no con total rigurosidad) que un hombre no acomete su propia muerte a menos que la realidad le sea tan áspera y severa como para querer seguir habitándola, cosa que no atañe a nuestro caso, pues el compositor se encontraba en la cúspide de su carrera y en ese cenit que en los hombres de su envergadura suprime eternamente el ocaso. Me objetará también que ninguno de los hechos concretos (y a simple vista vulgares) que rodean su muerte encaja con mi teoría, y que un hombre que en un instante experimenta en sí mismo el irrefrenable deseo de morir, lo hace por su propia mano y no por la fortuita (o sincronizada, si lo prefiere) intromisión de un criminal. Quizá también me refute, por medio de un argumento por demás ad hominem, que estoy queriendo entrever una compleja composición de variables allí donde no opera más que la simpleza del día a día.


No obstante, cuento con cuatro evidencias que pueden sostener mi supuesto.


Primero, el compositor rendía, como otros de esta época (piense en Stockhausen y Xenakys, o desde la pintura, en Pollock, De Kooning o Rauschenberg) una suerte de culto intelectual del azar, de modo que en su obra el accidente, aunque en mayor o menor medida dirigido, produjo piezas completas (valiéndose de técnicas excéntricas como, por ejemplo, la calca de notas en el pentagrama a partir de perforaciones aleatorias sobre un papel, o de intrincadas invenciones como el piano preparado). Además, por todos es conocido que fue un infatigable estudioso de las filosofías hindú y china, y que el budismo zen ejerció una honda influencia en él, llevándolo incluso a la confección de ese traje del emperador que es la partitura 4’33” (la cual, por cierto, tuve la oportunidad de “escuchar” cuando joven, en su estreno en el Maverick Concert Hall, de la mano de David Tudor. Allí intuí que lo importante de esa composición, y quizá de toda composición, era el desencadenamiento espontáneo de sonidos estructurados que su silencio generaba; tal vez como lo que usted y yo hacemos ahora).


En segundo lugar, está el hecho, mucho menos divulgado, de que había pasado los últimos años de su vida ampliando sus teorías musicales en torno a la noción de una única nota que contuviera y fuera en sí misma una obra completa e infinita. La escritura de esa nota, decía, no podía llevarse a cabo en la estrechez lingüística del pentagrama. El compositor invertía días y noches en la búsqueda de un signo inteligible que representara aquella elevada abstracción. ¿Una nota invisible, una redonda marcada a fuego sobre las manos del intérprete, un silencio multiplicado al infinito por la superposición de los planos de la hoja en que está escrito? Esta búsqueda fatigó sus días finales.


Tercero, tengo en mis manos la declaración de un espectador anónimo, que dice: “El criminal irrumpió en la morada de Cage. Sin duda éste no lo esperaba, pues en su rostro pude percibir el vago temor de lo impremeditado. No creo que se hubiese presentado como mero ladrón, pues llevaba en la hoja el filo del asesinato. Tampoco hubo defensa; Cage permaneció en su asiento. El criminal probó la compostura de las mangas de su camisa, dio cuatro golpecitos en la mesa con el cuchillo, y con un movimiento brusco lo hundió en el cuerpo del músico. No hubo grito, ni siquiera un sonido al caer su cuerpo sobre el suelo. El criminal amagó una serie de movimientos absurdos con ambos brazos, y abandonó el lugar mientras debajo del caído se extendía una roja figura irregular…”


Por último, el mármol que corona su tumba tiene grabada la frase: Silence is music.


¡Bravo, detective! gritó el comisionado dando sordos aplausos.


Poema para decir adiós

Pasará tu belleza como un sueño,

tu piel se arrugará,

se secarán tus músculos

y tornarán en polvo tus huesos.

A lo lejos

querré recordar tu rostro

y no podré.

Moriremos todos los que oímos tu voz

y aquél que supo en verdad tu nombre.

sábado, 10 de abril de 2010

Antes del final

Antes del final

–y si el azar nos favorece–

sólo queda la memoria.

Un puñado de recuerdos que perdonó el tiempo:

el rostro de cualquier mujer, el olor de un platillo,

el PIN de la tarjeta bancaria,

un “No”, una ovación fugaz si acaso la hubo,

un movimiento que se repitió durante años a cierta hora en el trabajo.

¿Quién nos asegurará que fueron reales;

quién pondrá la balanza para tazar su valor;

quién podría confundirlos con el oro,

y quién nos dirá que continuarán brillando en el universo

como no lo harán en la oscuridad de nuestros cráneos?

miércoles, 7 de abril de 2010

El francotirador

Fascinante oficio y asombroso poder el de poner de imprevisto fin con un solo tiro anónimo a.

Las cabezas suspensivas

¿Los prisioneros quieren decir sus últimas palabras?, gritó el juez verdugo, con la mano levantada conteniendo la orden y el destino final de los tres condenados Éstos se quedaron en silencio, temblando Mascullaban algo entre los labios cuando la mano agotó el tiempo de su clemencia y dio la señal sutil Las pesadas cuchillas cayeron sobre los cuellos, haciendo rodar las cabezas por el patíbulo Sus últimas palabras ya por siempre desconocidas