“En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez, ¿cuál es la única palabra prohibida?” Con esta pregunta, de un modo indirectamente socrático, Borges (en su célebre relato “El jardín de senderos que se bifurcan”) define el valor supremo del arte, su elemento esencial. La respuesta: “La palabra ajedrez”; lo contrario a lo obvio: la ambigüedad. En el arte, todo movimiento directo está prohibido. La ambigüedad es ese periplo que realizamos una o cien veces antes de llegar al punto de partida, momento en que apreciamos el objeto estético por vez primera.
En la exposición fotográfica montada en estos días en la galería “Ramón Alva de la Canal”, en Xalapa, el autor, José Antonio Martínez, hace precisamente lo opuesto. Nombrar Elegía a una colección de fotografías de cadáveres apilados, difícilmente puede ser un gesto artístico. ¿Y es que acaso es indiscutiblemente obvio que un cadáver es muerte, y que ésta deviene en dolor?
Pocas cosas son tan nocivas a cualquier forma de arte como es el intento de imponer una moral sobre las emociones. La obsesiva acumulación de cuerpos en incipiente descomposición, antes que representar el miedo a la pérdida o la angustia ante la muerte, y mucho antes de aspirar a ser símbolo del dolor, subraya un placer no confesado inherente al ser humano: la fascinación ante lo grotesco y mórbido, el espectáculo que representa la muerte de aquello que no somos nosotros mismos. Necrofilia en su nivel más inocente (como la completa obra poética de José Emilio Pacheco) esta de exponer muertos esperando a que el espectador tenga una reacción patética. Nada menos ajeno a la muerte que el dolor. El verdadero horror a ésta es aquél a la pérdida individual; la muerte de los otros (in strictu sensu, ¿cuál otra podemos experimentar?) sólo puede afectarnos cuando es próxima a nuestra subjetividad. Un cadáver irreconocible en una foto, anónimo ya, tiene en la mente (al menos en la mía) más proximidad con las piedras y los troncos caídos, que con el concepto de muerte; máxime cuando los cuerpos se presentan con iluminación cuidada, tan cómoda y rígidamente dispuestos sobre la plancha, limpios, suturados, amontonados sobre sí como si de una callada reunión social se tratase.
Un teléfono que no suena, un perro esperando a alguien que no llega, ciertos objetos que ya jamás vuelven a usarse, una fotografía colorida en que dos sonríen pero ya sólo uno puede contemplar… Todo eso me huele más a muerte que la putrefacción en una morgue.
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