viernes, 5 de marzo de 2010

Incipit

Comenzar una empresa literaria no es tarea poco difícil para mí. En orden de dar el primer paso, debo romper con algunos viejos vicios: cierto romanticismo remanente en torno a la literatura –que me hace equiparar el oficio del escritor con el Demiurgo o titubear al iniciar la lectura de un libro por no sentirme competente para aprehenderlo en vastedad–; una actitud seudotodopoderosa, ingenua y viscosa –propia quizá de mi generación– para concebir innumerables proyectos y realizar sólo una nanométrica cantidad de ellos; y mi necio desdén hacia la blogósfera, y en sí hacia todo aquello que me suene a banalidad, exposición, pretexto para socializar y hasta a democracia de la fácil.

Primer axioma: para escribir hay que escribir. Tal enunciado es en apariencia innecesario por evidente; un escritor no lo es por el número de proyectos literarios que imagina sin llevar a la concreción, lo es –en el sentido más vulgarmente operativo que pueda darle– porque escribe y ordena palabras en ideas menos comunes y más complejas que las concebidas por el grueso de la gente, con una frecuencia también mayor. Pero la acción de escribir no acaba allí –de hacerlo sería equiparable al onanismo–. Escribir es también leer lo escrito, leerse y ser leído.

Influenciado por las transcripciones que durante doce meses ofreció la revista Letras Libres de los cuadernos de Salvador Elizondo, desde hace un par de años escribo un diario. En él registro los hechos de mi vida, mis pensamientos banales y geniales –que en una segunda lectura devuelvo a la primera categoría–, libros y películas que consumo, ideas para proyectos, planes, ocurrencias, dibujos, opiniones y otras tantas minucias que –salvo por una o dos personas que por allegadas devienen chismosas– sólo pueden importarme a mí. Mi diario es así un estudio egológico longitudinal: trata del yo y acaba cuando yo acabo. A nadie más puede interesarle, y ese deseo no confesado de ser leído post mortem como si de un tesoro por descubrir me tratase– ya no se me antoja deseable, ni mucho menos un motivo para sostener la disciplina de diarista.

Segundo axioma: Escribir es decir algo a alguien, es comunicar. No hay nada de banal en eso. La evitación desmedida a la exposición es la otra cara del exhibicionismo: un narcisismo que de tan fuerte se horroriza de sí mismo para contemplarse retraído. Hay que saber moverse siempre alrededor de un punto medio (“Ni tan tan, ni tin tin” diría una prima en su fácil y espontanea sabiduría).

Gesto El Electrógrafo a partir de ese equilibrio. Un tanto por darme otra excusa –otro pre-texto– para escribir, para disciplinarme en la “práctica del oficio”, y otro tanto para ser leído. (Qué ojos se pasearán por este texto es conocimiento exclusivo de ti, que lees.) Si me afilio tarde a la blogocracia, o si llego en pleno apogeo o absurdamente emocionado a su ocaso, es cosa que no importa. ¿Es relevante también que tenga algo que decir? Imagino que sí.

Tercer axioma: Escribir es decir algo que pueda importarle a alguien. El que escribe ha de ser, a su vez, su propio prototipo de lector. Pero dejemos (primer uso del plural: primer signo de convalecencia del hermetismo) que sea el tiempo y la ocurrencia quienes vayan sugiriendo de qué va este blog. Pues todo proyecto parece realizarse, y mejor, sólo bajo la dirección de la espontaneidad, cuando de hecho se ha anulado el proyecto y sólo quedan la acción y su hecho consecuente: escritura.

Axioma final (un bosquejo): Escribir es decir algo, de modo que la frontera que divide al que escribe del que lee, sea casi inexistente.

Bien nos vaya.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Te comento que te comento. /\\/