Antes del final
–y si el azar nos favorece–
sólo queda la memoria.
Un puñado de recuerdos que perdonó el tiempo:
el rostro de cualquier mujer, el olor de un platillo,
el PIN de la tarjeta bancaria,
un “No”, una ovación fugaz si acaso la hubo,
un movimiento que se repitió durante años a cierta hora en el trabajo.
¿Quién nos asegurará que fueron reales;
quién pondrá la balanza para tazar su valor;
quién podría confundirlos con el oro,
y quién nos dirá que continuarán brillando en el universo
como no lo harán en la oscuridad de nuestros cráneos?
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