Son escasísimos los textos que alcanzan el grado de la perfección, la redondez de la esfera, el hermetismo estilístico en total apertura a la contemplación del lector, que superan el estancamiento de las clasificaciones, que no admiten una sola corrección, ni el roce de una palabra intrusa, ni una coma más, ni un punto menos; textos que son en sí mismos una página necesaria en la copiosa enciclopedia de la literatura, y que se estructuran sin necesidad a otra referencia que no sea la de su propia imagen en un espejo. El grafógrafo es uno de ellos.
Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo.
Imagino –asaz ociosamente– a Salvador Elizondo, ensimismado en su escritura a altas horas de la noche, ceder a la epifanía de las primeras cuatro palabras, hacer a un lado la página que hasta ese momento escribía y, de un solo movimiento prolongado de su pluma, gestar este texto acabado –siempre en comienzo –, que es, quizá sin quererlo, un manifiesto del autor, su definición en el diccionario, su autobiografía más completa y su epitafio imposible.
Aunque hace unos días que lo releía, advertí que, en estricto sentido –verdaderamente compulsivo y obsesivo–, El grafógrafo es imperfecto, si tomamos como premisa básica que el cuerpo de un texto debiera ser absolutamente fiel al sentido del título que le da cabeza –y por tanto sistema nervioso y rostro–. Para que el texto describiera –o, mejor, escribiera– al grafógrafo, debiera anular todo verbo, todo adverbio y adjetivo y conjunción que no presentara exclusivamente el acto de la escritura: “Escribo. Escribo que escribo. Escribo que escribo que escribo. Escribo que escribo que escribo que escribo…” y así al infinito.
Extrapolo de esto un aprendizaje literario, una “moraleja” para los minuciosos, si se quiere: la pureza genera bostezo y, aunque no imposible, es indeseable.
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