Una serie de pistas me han llevado a considerar la hipótesis de que el crimen fue premeditado, y lo fue por la víctima misma –dijo con total seguridad el detective, ante la perplejidad, casi desconfianza del comisionado.
Sí, usted debe pensar que mi suposición cae fuera del sentido común, el cual dicta (no con total rigurosidad) que un hombre no acomete su propia muerte a menos que la realidad le sea tan áspera y severa como para querer seguir habitándola, cosa que no atañe a nuestro caso, pues el compositor se encontraba en la cúspide de su carrera y en ese cenit que en los hombres de su envergadura suprime eternamente el ocaso. Me objetará también que ninguno de los hechos concretos (y a simple vista vulgares) que rodean su muerte encaja con mi teoría, y que un hombre que en un instante experimenta en sí mismo el irrefrenable deseo de morir, lo hace por su propia mano y no por la fortuita (o sincronizada, si lo prefiere) intromisión de un criminal. Quizá también me refute, por medio de un argumento por demás ad hominem, que estoy queriendo entrever una compleja composición de variables allí donde no opera más que la simpleza del día a día.
No obstante, cuento con cuatro evidencias que pueden sostener mi supuesto.
Primero, el compositor rendía, como otros de esta época (piense en Stockhausen y Xenakys, o desde la pintura, en Pollock, De Kooning o Rauschenberg) una suerte de culto intelectual del azar, de modo que en su obra el accidente, aunque en mayor o menor medida dirigido, produjo piezas completas (valiéndose de técnicas excéntricas como, por ejemplo, la calca de notas en el pentagrama a partir de perforaciones aleatorias sobre un papel, o de intrincadas invenciones como el piano preparado). Además, por todos es conocido que fue un infatigable estudioso de las filosofías hindú y china, y que el budismo zen ejerció una honda influencia en él, llevándolo incluso a la confección de ese traje del emperador que es la partitura 4’33” (la cual, por cierto, tuve la oportunidad de “escuchar” cuando joven, en su estreno en el Maverick Concert Hall, de la mano de David Tudor. Allí intuí que lo importante de esa composición, y quizá de toda composición, era el desencadenamiento espontáneo de sonidos estructurados que su silencio generaba; tal vez como lo que usted y yo hacemos ahora).
En segundo lugar, está el hecho, mucho menos divulgado, de que había pasado los últimos años de su vida ampliando sus teorías musicales en torno a la noción de una única nota que contuviera y fuera en sí misma una obra completa e infinita. La escritura de esa nota, decía, no podía llevarse a cabo en la estrechez lingüística del pentagrama. El compositor invertía días y noches en la búsqueda de un signo inteligible que representara aquella elevada abstracción. ¿Una nota invisible, una redonda marcada a fuego sobre las manos del intérprete, un silencio multiplicado al infinito por la superposición de los planos de la hoja en que está escrito? Esta búsqueda fatigó sus días finales.
Tercero, tengo en mis manos la declaración de un espectador anónimo, que dice: “El criminal irrumpió en la morada de Cage. Sin duda éste no lo esperaba, pues en su rostro pude percibir el vago temor de lo impremeditado. No creo que se hubiese presentado como mero ladrón, pues llevaba en la hoja el filo del asesinato. Tampoco hubo defensa; Cage permaneció en su asiento. El criminal probó la compostura de las mangas de su camisa, dio cuatro golpecitos en la mesa con el cuchillo, y con un movimiento brusco lo hundió en el cuerpo del músico. No hubo grito, ni siquiera un sonido al caer su cuerpo sobre el suelo. El criminal amagó una serie de movimientos absurdos con ambos brazos, y abandonó el lugar mientras debajo del caído se extendía una roja figura irregular…”
Por último, el mármol que corona su tumba tiene grabada la frase: Silence is music.
¡Bravo, detective! –gritó el comisionado dando sordos aplausos.
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