Downtown Crossing, en marzo: rosas, tulipanes,
narcisos en cinco cubetas de galón, acurrucadas
en la nieve. La rubia que las vende lleva puestos unos guantes rojos.
Narcisos: diez por dos dólares. Sus delgadas
cabezas cerradas como serpientes jarreteras, pinceles. Una chica –
dieciséis, asiática, confundida– pregunta en lento y decidido
inglés por los narcisos. ¿Quién podría culparla?
¿Quién pagaría dos dólares por hierba carnosa, con una como
lechuga bronceada en las puntas? La rubia junta sus dedos rojos
–la sombra de un pato, un gesto de chef francés– para ilustrar
floración, florecimiento. Ayudo, compro narcisos, me pregunto
si la chica es japonesa. Hablo algo de japonés, y podría decir
Sono hana ga… esa flor… ¿Alguna vez aprendí florecimiento?
Esa flor. Cerezos en flor de Tokyo, marzo. Esa flor
ahora un bebé, pronto una mujer. Ahora hay tres mujeres
comprando narcisos –¿nuestra florista contrató a la chica?– todas
reunidas, narcisos en una mano, con la otra haciendo la pantomima de florecimiento.
La chica mira de las cubetas a nuestros rostros, manos: narciso,
flor de la locura, flor del mudo entusiasmo. En la línea naranja del metro,
diez narcisos envueltos sobre mi regazo, el infalible japonés
en mi cabeza dice Mañana, esa flor gritará los buenos días.
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